Trabajo en remoto

El viernes fuimos cuatro personas a la oficina: la primera de ellas sufrió una lesión en el tobillo hace meses y había llegado al trabajo casi arrastrándose; otra de ellas, mi jefe, había tenido que traer a su hijo pequeño –hasta hoy no empezaba el colegio– e intentaba repartirse entre hacerle caso, atender al teléfono y hablar con nosotros; la encargada de administración, por su parte, había llegado pronto pero no funcionaba la conexión a Internet, de modo que tuvo que esperar a que llegara yo. Y yo llegué tarde a propósito porque había tenido que prestarle mi juego de llaves y no quería tener que esperar en la calle, por lo que me tomé la mañana con calma.

Y ésta es la historia de cómo cuatro seres en teoría inteligentes acudieron a un sitio en un horario para hacer un trabajo que podían haber hecho mejor desde casa. Y lo que es peor, lo hicieron sin que nadie se lo ordenara, por una combinación de rutinas, líneas de teléfono fijas y años de presencialismo castigando sus cerebros.

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