Fue en julio de 2006 cuando abandoné la facultad después de haber realizado el último examen de la carrera. Por delante me esperaba un año algo incierto para trabajar y terminar mi proyecto. Y a eso me dediqué.
Ahora, año y medio más tarde, he vuelto a enfrentarme al fantasma del examen, esta vez estudiando la ingeniería superior en informática. Creo, en fin, que ya no soy el mismo… las neuronas no me funcionan, definitivamente, igual que hace unos años. Y además trabajo. No… estudiar ya no es lo mío.
Este martes hice el último examen de la convocatoria, y después de unos cuantos años estudiando todavía sigo asombrándome. Cosas veredes, Sancho. En efecto.
El caso es que al entrar al aula nos ordenaron dejar aparte las mochilas, teléfonos… y las calculadoras, que en principio -eso nos aseguraron- no hacían falta. El examen comenzó con algunas preguntas sobre teoría, con las correspondientes advertencias sobre la necesidad de limitarse al espacio en blanco de cada pregunta (debe de haber pocas ganas de corregir) y ese tipo de cosas, mientras yo me preguntaba si se valoraría más mi conocimiento de la asignatura o mi habilidad para expresarlo en cinco líneas.
Con la parte práctica las cosas comenzaron a ponerse (más) complicadas… en mi caso, llevaba media hora de examen y me dí cuenta de que había entendido mal el enunciado de la primera cuestión, si bien éste podía haber sido más claro.
El tiempo era muy limitado y seguía corriendo. Los profesores se encontraban en la mesa frente a mí, utilizando el ordenador y hablando en voz alta. Risotadas. Podía oler el pestazo a alcohol de uno de ellos -el que más se reía, qué cosas- desde tres metros de distancia. Las 19:30, hora de entregar, llegaron rápidamente, y apenas había hecho un cuarto del examen. Dos o tres personas entregaron entonces su ejercicio.
Al cabo de un rato, ya que nadie parecía dispuesto a irse, la profesora anunció que nos dejarían un rato más… la mayoría no habíamos alcanzado ni la mitad del examen. Eso sí, para favorecer nuestra concentración, los profesores que vigilaban el examen siguieron hablando.
En aquella situación, elijo las preguntas en las que puedo sacar algo. Más dudas en el enunciado. Levanto la mano para preguntar y la responsable no se encuentra en la sala -se supone que había ganas de fumar-. Al cabo de un rato largo puedo preguntar algunas ambigüedades y continuar.
Prosigo con mi examen mientras quienes en teoría nos vigilan vuelven a hablar. Escucho cómo se abre una lata. Vuelvo a levantar la mano para preguntar, pero no viene nadie y me levanto. Los tres profesores están hablando y bebiendo cerveza en la última fila.
La hora se acercaba y la responsable tuvo a bien bromear sobre el hecho de que era carnaval y deberíamos entregarlo e irnos a tomar algo. Ellos ya habían empezado, por si acaso, y nos tomaban la delantera. Una lata de cerveza cayó y empezó a rodar por el suelo. La profesora decidió abrir otra y carraspeó de una forma nada discreta para que no se escuchara el chasquido. Debía de andar ya lenta de reflejos, porque no lo consiguió.
Sólo, cansado y deprimido en aquel aula, preguntándome si aquello podía ser real o era un sueño absurdo, me empecé a plantear que lo que de verdad quería era entregar esa basura y salir de allí. En varios momentos estuve a punto de levantarme. Finalmente conseguí obligarme a terminar el último ejercicio. Llevaba ya un rato haciendo cuentas en un papel con las pocas neuronas que habían sobrevivido a pleno rendimiento, cuando observo que delante de mí, alguien que me cae bastante mal está utilizando una calculadora. Me planteo si vale la pena decírselo a los responsables, demasiado ocupados bebiendo como para darse cuenta, pero no soy tan retorcido. Me pregunto cómo he sido tan estúpido como para dejar la calculadora tan lejos. Nadie más la está utilizando. Al final me callo e intento que se me quite la cara de gilipollas. Imposible.
Acabo el ejercicio. Miro el examen y pienso que será muy difícil aprobar. Lo entrego de los últimos y me marcho, una hora y media después de lo previsto. Muchos no esperaron y lo entregaron en su momento, quizá abandonando la esperanza de acabar el examen en el tiempo dado.
Mientras me tomo una copa minutos después, pienso que toda la culpa es mía. Mal diagnóstico, mala preparación, mal examen. Me prometo que no volverá a pasar y tomo nota de los fallos, tal y como hice durante años al final de cada partida de ajedrez. Se aprende más de los errores que de los aciertos. Sigo bebiendo mientras pienso que al fin y al cabo, a veces la felicidad es tan barata como una copa y las risas cómplices de los amigos.
Aunque no en horas de trabajo.