El uno de octubre del año pasado me casé con ella. Cuatro días más tarde nos despedimos en el aeropuerto. Y al día siguiente aterricé en San Francisco, la ciudad en la que empieza la siguiente aventura.
Tardaríamos casi tres meses en volver a reunirnos. Nunca habíamos estado separados tanto tiempo, pero supongo que vivir vidas no convencionales requiere tomar decisiones no convencionales. Siguiendo esa fina línea pintada en ninguna parte había llegado a Barcelona catorce años atrás, y siguiendo esa línea me iría de allí.
Barcelona es mi vida entera. En ningún sitio me he sentido más en casa. Había llegado con nada, había conseguido todo. Y justo en ese momento, apareció. La oportunidad que requería apostar todo cuanto había conseguido. La oportunidad que solo iba a estar allí cinco minutos.
La oportunidad que no dejé pasar de largo.
Por supuesto, no es la oportunidad de mis sueños. Muchas cosas han sido muy complicadas, muchas han salido mal, muchas pueden salir todavía peor. Pero todo ello es necesario para que pueda ser una gran aventura, una de esas que se recuerdan para siempre, de esas que hacen que vivir tenga sentido.
El cambio ha sido tan brutal que a veces ni me lo creo. Es aprender a vivir de nuevo, literalmente. Hablar otro idioma, entender otras costumbres, sorprenderte por todo tanto que te agota, saber cómo funcionan los semáforos, los electrodomésticos, los coches, los alquileres, los impuestos, los restaurantes y hasta los malditos supermercados. A veces me parece que he hecho lo más difícil del mundo, a veces me parece que de hecho ha sido bastante fácil.
Y otras veces simplemente no me lo creo. Entonces me sorprendo mirando por la ventana de la oficina mientras pienso «anda, si estoy trabajando en Silicon Valley».
Vosotros qué tal.