Todo viene de lejos. Un día se dieron cuenta de que las cintas de audio servían, entre otras muchas cosas, para copiar otras cintas de música. Así que decidieron que toda cinta virgen vendida llevaría un recargo para compensar a la industria por esa pérdida.
Años más tarde, decidieron que un disco compacto podía usarse para copiar discos con música (entre otros cientos de usos). Así que de nuevo, decidieron repercutir un coste adicional en todo disco virgen vendido.
Ellos sólo representaban a una parte de los artistas afectados. Por otro lado, no todos los soportes adquiridos se utilizaban para copiar música. De modo que de todos los discos que se vendían, sólo una parte se usaba con fines ilícitos. Y de esa parte, no todos perjudicaban a los artistas que ellos representaban. Aun así, ellos cobraban este impuesto y lo gestionaban a su voluntad.
Un día alguien se dio cuenta de que las líneas de Internet de alta velocidad también podían utilizarse para transferir música robada a un pobre artista indefenso y a sus representantes (que morían de hambre en las cunetas). De modo que se decidió ampliar aquel tan necesario impuesto, para que esas líneas también pagaran.
Después, se dieron cuenta de que las memorias USB también servían para llevar acabo tamañas tropelías, por lo que decidieron aumentar su precio y recaudar más dinero para luchar contra semejante lacra. Claro que también los discos duros pueden almacenar música… de modo que deben pagar. Mi disco duro tenía 80 GB de capacidad y contenía apenas 1 GB de música, pero era justo pagar para que los artistas pudieran vivir bien.
Sin embargo, el pirateo infame se seguía produciendo. Pronto advirtieron de que algunas personas tenían por costumbre escribir las letras en papeles. De modo que gravaron los papeles. Y los bolígrafos. Toda hoja de papel vendida retribuía con un 10% de su importe a la sociedad representante de tan desafortunados artistas.
Pero aún quedaba un enemigo mortal de los derechos legítimos del autor sobre su obra: la imaginación. Resultaba indignante que algunas personas pudieran sentarse en su casa silenciosa y recordar una canción de un grupo. Los más atrevidos, incluso se atrevían a silbar o tararear. No podía tolerarse ese acto de difusión pública de una obra protegida, por lo que la “sociedad? decidió que todo ciudadano al nacer contenía un cerebro capaz de almacenar millones de gigabytes de música, y que por tanto, debía pagar impuestos.
Y sin embargo, la música se seguía copiando, o escribiendo, o memorizando, y los artistas y sus representantes seguían viéndose injustamente incapaces de controlar toda esa música robada ilegítimamente.
A ellos les digo: no se puede controlar aquello que nace de la misma esencia del ser humano: comunicarse, compartir, prestar, ayudar… son conceptos tan antiguos que se pierden en la noche de los tiempos. El ritmo, la música, el arte… son expresiones que existían antes de vosotros, artistas interesados, representantes mafiosos, gobernantes corruptos. Y que seguirán existiendo después de vosotros. Me acusáis por televisión de acabar con la música, pero sois vosotros quienes habéis acabado con ella: la matasteis en el mismo momento en que la convertisteis en un negocio, en el mismo instante en que convertisteis en artistas a meros productos de despacho. Acabasteis con ella en el mismo momento en que pensasteis, egoístas como sois, que el arte era vuestro negocio.
Representáis las fronteras cerradas, las mentes estrechas, el pasado. Odiáis y teméis a partes iguales este nuevo mundo virtual que se abre ante nosotros, donde no existen fronteras ni limitaciones, donde el conocimiento manda sobre el dinero. En el que hay un lugar para todos.
Incluso para vosotros.