Tengo que decir que en realidad me llamo Pablo. Lo de Pau era únicamente una firma, una de esas maneras de decir algo que no es del todo mentira pero que tampoco es verdad. Crecí en Santander, estudié en Salamanca, trabajo en Barcelona.
Hoy puedo escribir todo esto porque el anonimato ha desaparecido de Internet. Cuando escribí el primer artículo de este blog hace más de ocho años, era simplemente impensable poner en algún sitio tu nombre y tus apellidos. No es lo único que ha cambiado. De la suscripción por correo electrónico pasamos al RSS, y de ahí al botón de compartir. De Blogger a WordPress y después a Tumblr. Del ordenador al tablet. Del teclado a la pantalla táctil. Y así.
Nosololinux es para mí una especie de recordatorio de que cambia todo y no cambia nada. Al fin y al cabo estoy aquí, escribiendo esto en un ordenador portátil de los de toda vida, por mucho que tenga cuatro procesadores.
Os quiero contar la historia de estos últimos siete años.
Es una historia que no habría ocurrido si yo no le hubiera prestado un libro a un amigo, así que sólo por eso me parece que merece ser contada. El libro en cuestión era un manual de PHP que me regalaron en un curso. El amigo en cuestión empezó a trabajar en una empresa como programador de PHP y, como es natural, cuando necesitó a alguien para que se uniera al equipo, se acordó de la persona que le había ayudado en un principio. Todavía conservo el libro, pero no el amigo. No pasó nada, pero a diferencia de los libros, las amistades requieren de ciertas atenciones.
Uno de los directivos de esta empresa era también propietario de una agencia de diseño. Cuando terminó mi proyecto en la primera empresa me ofreció un sueldo de cuatrocientos euros al mes, sin contrato. No me pareció adecuado y no lo acepté, y en su lugar le propuse trabajar para él como freelance. A lo largo de los años que duraría nuestra relación gané aproximadamente cuatro veces el salario que me ofreció en primer lugar. Terminé el primer ciclo, presenté el proyecto de fin de carrera, me matriculé en el segundo, y seguí trabajando como autónomo.
Pasé los dos siguientes años alternando la carrera con mi trabajo. Simplemente, dejé de tener tiempo libre. Mis amigos empezaron a interesarse más por el sexo y menos por el alcohol, así que tampoco fue muy complicado. Me sentía bien en mi circo de dos pistas. Si la universidad iba mal tenía el trabajo, y si algún mes tenía menos encargos, podía centrarme en estudiar. Tenía menos tiempo que nunca, a veces faltaba a clases para trabajar, y sin embargo saqué las mejores notas de mi vida. Cuando sólo tenía que terminar el proyecto de fin de carrera, me mudé a Barcelona, desde donde seguí trabajando.
Mis clientes tenían la mala costumbre de pagarme tarde y mal, y justo entonces fue cuando apareció en escena la crisis económica. Los presupuestos empezaron a ser rechazados. La diferencia es que además tenía que pagar un alquiler. Una noche me encontré sin dinero para pagar una entrada de tres euros para un concierto. Toqué fondo, presenté mi proyecto y tres meses después decidí aceptar un trabajo por cuenta ajena en una empresa enorme. El día en que firmé el precontrato llovía en Barcelona, y mis únicos zapatos decentes estaban rotos. Negocié mi sueldo con los calcetines mojados.
Trabajar en una empresa tan grande y en una ciudad tan grande me aterrorizaba. Me imaginaba caras serias, trajes, jornadas interminables y comida en fiambreras. Pero me encontré un grupo de personas absolutamente geniales, camisetas sin planchar, días que pasaban en un parpadeo y muchas cervezas. El dinero volvió. Pude ir a conciertos, invitar a amigos a cenar y comprarme unos zapatos. Disfruté mis primeras vacaciones pagadas. Volví a salir de fiesta. Recorrí Barcelona entera y fui a la playa a diario durante dos meses. También tuve problemas. A veces simplemente no supe estar a la altura de muchos de mis compañeros. También me enfadé por tonterías con muchas personas, y decepcioné a otras. Pero estas cosas suceden. Sólo me arrepiento de haber pensado que sería así para siempre y de no haberlo disfrutado en el momento.
A mediados de 2012 una multinacional de origen norteamericano compró mi empresa y muchos de mis compañeros fueron despedidos. Entonces vinieron las caras largas, pero por fortuna continuaron las camisetas sin planchar y las cervezas. Una de las personas con la que mejor relación tenía fue contratada por una pequeña start-up y me ofreció unirme al proyecto. Y así comenzaron los meses más caóticos de mi vida, como desarrollador en una empresa que intentaba caminar por una cuerda sacudida por especuladores. Bueno, allí los llamaban inversores. Empecé a aburrirme. Mi trabajo se convirtió en un trabajo. Casi rompo con mi pareja. Mis padres se divorciaron. Me mudé a un piso más céntrico y más caro, y firmé el contrato el día antes de que la empresa nos despidiera y cerrara.
Es abril de 2013 y estoy sentado en el suelo de un piso carísimo sin amueblar, sin saber qué pasará con mi novia, con mis padres divorciándose, y sin trabajo.
La malvada multinacional americana acudió entonces al rescate y me ofreció mi antiguo empleo y más sueldo. Acepté. El jefe de mi proyecto abandonó la empresa al poco tiempo y me encontré de un día para otro con mucha más responsabilidad de la que necesitaba, especialmente en un momento tan delicado. Empecé a dormir mal. Dejé de poder desconectar del trabajo. Llegaron las llamadas a horas extrañas. La víspera de que me fuera de vacaciones hubo una emergencia y estuve hasta las tres de la mañana trabajando. A las seis, todavía en pleno ataque de nervios, cogí el coche y conduje ocho horas hasta caer muerto en la habitación de un hotel de Ginebra. Pasé todas las vacaciones dándole vueltas a todo, sin poder dejar de pensar en el trabajo. Volví de vacaciones y me deprimí. Tampoco fueron todo malos momentos, cobraba un buen sueldo y tenía unos plazos de entrega más que generosos, pero el estrés postraumático no me deja ver mucho más. Es broma, creo.
La empresa me compensó con dos días de vacaciones que no disfruté. Me arrastré hasta noviembre, hasta que alguien cometió la imprudencia de ofrecerme otro trabajo. Les hice jurar que no habría llamadas a horas extrañas, ni horas extra, ni reuniones absurdas, y sólo entonces, acepté el trabajo. Estuve cerca de un mes sin levantar la mirada del ordenador por miedo a que ocurriera algo. Y luego empecé a respirar. Mi novia también.
Y hasta hoy. Supongo que no deja de ser significativo que a veces mi única forma de poner fechas a los recuerdos sea pensar en el trabajo.
Estas líneas están llenas de conclusiones. Una de ellas es que pasé mucho tiempo evitando vivir. Y cuando empezaron a pasar cosas, simplemente no estaba preparado. Por eso el año pasado me resultó tan complicado: muchas veces sólo quería que no pasara nada, quedarme sentado en un rincón sin hablar, ni pensar, ni moverme.
Pero ahora me siento fuerte. Muy fuerte. Dispuesto para el siguiente desafío. Porque hay historias que merecen ser vividas.
Y contadas.